Descripción
A mí Bowie me gustaba, sin muchas más alharacas. Era un figura y todo lo que hacía lo bordaba. Pero si podía elegir entre él y por ejemplo, Love and Rockets no lo dudaba. Yo flipaba con Love and Rockets, ese era mi sonido, sin pensar en lo mucho que pudieran deber a Bowie como otros tantos que siguieron su estela de carmín. Pero cada disco de Bowie era una demostración de poderío y de que la estrella que lo guiaba era de las buenas, de las que más relucen, de las que nunca te dejan a oscuras. Todo lo contrario. David marchó siempre con zancada decidida, incluso marcial en su etapa berlinesa. Y como el figura e inmenso tahúr que era, lo fue hasta la sepultura, se reservó un pedazo de as en la manga que usaría en el momento crucial en que hubiera de abandonar hasta la última de sus lentejuelas. Fue entonces cuando Bowie dejó de gustarme, cuando la estrella se ennegreció y él encaró sus designios como un autentico Ziggy reenviado y revenido, como el nuevo mesías de polvo de estrellas, como alguien que ya había muerto una vez y ahora rehusara dejar sin respuesta al gran control. Hizo entonces algo mucho más que música, más que fascinarnos en su juego especular de personaje y persona: nos enseñó a morir. Desde entonces, como ya he dicho, ya no me gusta Bowie: desde entonces yo creo en Bowie.
Lo he dibujado como un Cristo resucitado, el del Greco concretamente, al tercer día, ascendiendo en su apoteosis a la vera derecha de Dios. También como ese Lazarus premonitorio de su última canción que emerge de entre los muertos y vive para siempre.